jueves, 16 de octubre de 2008

OCTUBRE, MES DE FE Y TRADICION


Como muchos de ustedes he asistido a la procesión del Señor de los Milagros y lo he hecho desde que era muy pequeño. El Cristo Morado se ha convertido en el centro de este mes de Octubre desde la época del Virreinato. Y ante esta imagen de Cristo Crucificado, la Iglesia nos invita, con el color morado, a acercarnos al Señor, convertirnos y renovar nuestra vida. No en vano se ha llamado al mes de Octubre la “Cuaresma Peruana”.
Y en Octubre, en torno al Señor de los Milagros, nos sentimos mas hermanos, porque manifestamos nuestra fe y nuestro amor a Cristo; y esto lo podemos apreciar cuando vemos que, tanto al Templo de las Nazarenas como a la Procesión, asisten muchas personas sin distinciones económicas, culturales ni sociales: allí están nuestros políticos, militares, religiosos, deportistas, empresarios, junto con los hombres y mujeres sencillos, del trabajo diario y desapercibido; están los hombres que viven su fe con convicción y se esfuerzan por hacer realidad el Evangelio, junto con aquellos que, por una u otra razón no viven su fe, pero con el corazón del publicano del Evangelio (Lucas 18) se acercan con humildad a Cristo. Frente al Señor de los Milagros todos somos hermanos.
Pero también nos sentimos más peruanos: nuestra música criolla, nuestras costumbres y comidas se hacen manifestación de peruanidad y de fe en este mes. Y sabemos que no estamos solos, estamos en comunión con miles de hermanos que, como dijo el Cardenal Juan Luis Cipriani en su homilía del 18 de Octubre del 2006 en las Nazarenas, en diversas partes del mundo celebran al Señor de los Milagros con procesiones, hábitos morados y sahumerios, para recordar a su tierra y a sus paisanos que esperan un día su retorno. De verdad, el Señor de los Milagros nos une a todos los peruanos.
Una vez que asistí a la procesión, me preguntaba, como es posible que, siendo el mes de Octubre un mes penitencial, haya tanto ambiente festivo en nuestras calles. ¿No será una contradicción hacer tanta fiesta en torno al Señor Crucificado? Y allí recordé las palabras de la Liturgia del Viernes Santo: “Por el madero ha venido la alegría al mundo entero”. Por la muerte de Cristo, que es su triunfo sobre el pecado, ha venido la alegría al mundo y, en octubre ha venido la alegría a los peruanos. Y, si de veras nos encontramos con Cristo, que ya no está crucificado, sino que esta vivo y camina entre nosotros, esa alegría se hace música, guitarra y cajón y casi me atrevería a decir que Jesús resucitado, vivo y presente entre nosotros, canta al son de nuestra música criolla y come turrón, anticuchos y picarones con nosotros, porque Él comparte la alegría de su pueblo, como lo hizo en Caná de Galilea. Después de todo ¿No decía Jesús que su reino se parece a una fiesta con buenas comidas? (Mateo 22, 1-14)
Pero allí no termina todo. De esta manifestación de fe y alegría tenemos que asumir un compromiso: el compromiso de construir el Reino de Dios entre nosotros, de hacer que Jesús, crucificado en tantos hermanos que sufren, resucite y tenga vida, y esa vida se haga alegría. Quien se encuentra con Cristo y se reconcilia con Él comparte la alegría de su fe con otros, no solo invitándole a honrar a Cristo en la Liturgia y en la Procesión, sino a honrar a las imágenes vivas de Cristo crucificado en el amor y servicio al prójimo. Si hacemos que nuestra fe celebrada se convierta en servicio a lo largo del año, nuestro mes morado será una experiencia de fe y de encuentro con Jesús, el mismo del Evangelio, de la Cruz y del Sagrario, el mismo que comparte nuestra alegrías, dolores y esperanzas, el mismo que está en la Iglesia y en el prójimo, el mismo de ayer, de hoy y siempre.

Publicado en el Boletín parroquial de Desamparados en Octubre del 2006

ENTRADA A EJERCICIOS


Comparto con ustedes dos textos que escribí al comenzar mis Ejercicios espirituales de 8 días. El primero es del 1 de Agosto del 2005, y el segundo del 1 de Agosto del 2008. Ambos tienen algunos retoques que les hice posteriormente.

He venido a tu presencia, Señor,
me has traido hasta aquí,
me has sacado de mis actividades,
y allí me devolverás.

Quiero darte la oportunidad
de tenerme para Ti,
sin estar abrumado por las prisas,
los trabajos y dolores.
Quiero estar aquí, solo contigo.

Hago una ofrenda de todo lo que traigo,
de todo lo que he dejado,
y lo pongo ante tu altar.

Ante tu altar dejo mis actividades,
mis afectos y mis temores,
mis alegrías y mis penas,
ante tu altar consagro nuestra amistad.

Me has traído ante ti,
y quiero estar contigo.
Llena mi corazón de tu amor
para que otros se acerquen a Ti.

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Hoy he venido a verte,
a dejarme llevar,
a caminar contigo.

Voy a recorrer los caminos del Señor,
caminos polvorientos,
caminos alegres, de plantas y agua,
y caminos pedregosos con lodo.

Hoy vengo a caminar contigo,
a dejarme querer por ti.
Hoy vengo, solamente, a ser tu amigo,
a poner mi corazón contigo.

Hoy vengo simplemente
a recorrer los caminos
con el Señor.

"Al que recibe los Ejercicios mucho le aprovecha entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad.."
(Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Nº 5)

lunes, 13 de octubre de 2008

EN TODO AMAR Y SERVIR

Hay veces en que tenemos el corazón muy sensible para reconocer la presencia de Dios en momentos aparentemente simples. Aun cuando nuestro corazón está en medio de turbulencias espirituales, el Señor se las ingenia para “pasarnos la voz” y dejarnos maravillados con los signos con los que nos muestra su cariño.
Hace unos días acompañaba a un amigo, era de noche, y sin tenerlo planificado me invitó a pasar a su casa a cenar. Yo no quería incomodar, así que le pedí me sirviera poco. Y, mientras me servía el plato, me acordaba del gesto de Jesús al lavar los pies a sus apóstoles (Juan 13); y también cuando, después de su Resurrección en el Lago de Tiberíades, les sirvió el desayuno a sus discípulos que volvían de pescar (Juan 21). Ya en otras ocasiones habíamos comido juntos, pero nos servían otros. Esta vez, en un gesto tan sencillo y tan común, vi una muestra de amistad y de aprecio, que es también un gesto de amistad y de aprecio del Señor.
Se me viene a la memoria también una experiencia que viví hace unos años con un grupo de niños de un colegio de Breña: había muerto un compañero de ellos, víctima de un accidente de tránsito. Estuve con ellos en el funeral y les acompañé de una manera muy cercana en este momento de dolor. Un año después me invitaron a acompañarlos a una romería a la tumba de ese niño. Fue una experiencia muy impresionante: estaban todos mas tranquilos, tuvimos la oración en la capilla del cementerio y, después de adornar y dejar flores en la tumba, los padres del difunto (que eran vendedores de golosinas en la Av. Alfonso Ugarte) nos sirvieron gaseosas, galletas, canchita. Quizás para muchos esto puede parecer una anécdota folklórica, de esas que se ven en la televisión con motivo del “Día de los difuntos”. Pero el ver que los papás del difunto compartían de su pobreza, con tanta paz, a pesar del duro golpe que habían sufrido, me hizo sentir la presencia del Señor en medio de ellos. Y recordaba un himno de la Liturgia del Jueves Santo: “Donde hay caridad y amor allí está Dios”. Regresé a casa muy enriquecido de esa experiencia que hoy recuerdo con silencio reverente.
San Ignacio de Loyola al final de los Ejercicios Espirituales, después de habernos sensibilizado para experimentar el paso del Señor en los días del retiro, nos invita a mantener esa misma sensibilidad, de tal manera que vayamos a nuestra vida diaria para ser “Contemplativos en la acción”, para “en todo amar y servir a su Divina Majestad”, para contemplar a Dios que se hace presente en todo gesto humano que busca el bien, y para que, con un corazón emocionado, podamos darle gracias por tanto bien recibido. Y aunque a veces nos lo olvidamos, el mismo se encarga, como dije al comienzo, de “pasarnos la voz”, con una sonrisa que nos alegra el alma.
Dentro de este orden de ideas, les transcribo unas anécdotas del P. Pedro Arrupe, S.J., que a mi me impresionan y me cuestionan mucho. Al leerlos, me doy cuenta que me falta mucho aprender de Jesucristo y de sus amigos que, con mucha sencillez, nos enseñan en todo a “amar y servir”.

Hace pocos años estaba yo visitando una provincia jesuítica de América Latina. Fui invitado como con cierto miedo, a decir una Misa en un suburbio, el más pobre de la región, según decían. Vivían allí unas 100,000 personas en medio del fango, pues estaba construido en medio de una cañada y cuando llovía se inundaba casi todo.
La Misa se tuvo en un pequeño cuarto todo destartalado y abierto, pues no había puerta alguna: perros y gatos salían sin dificultad. Comencé la Misa: los cantos acompañados por una guitarra de quien ciertamente no era un Segovia, pero el conjunto me resultó maravilloso:
Amar es entregarse, olvidándose de si
Buscando lo que al otro pueda hacerle feliz.
Que lindo es vivir para amar,
Que grande es tener para dar
Dar alegría y felicidad,
darse uno mismo eso es amar.
A medida que el canto iba avanzando yo sentí que se me hacía un nudo en la garganta y tenía que hacer un esfuerzo para continuar la Misa: aquella gente, que parecía no tener nada, cantaba estar dispuesta a darse a si misma para dar alegría y felicidad!
Tuve con ellos una homilía breve, dialogada: me dijeron cosas que difícilmente se oyen en los discursos de altos vuelos, cosas sencillísimas, pero profundas y humanamente sublimes. Una viejecita me dijo:
“¿Usted es el superior de estos padres, verdad? Pues, señor, muchísimas gracias, porque sus padres jesuitas nos han traído el gran tesoro que nos faltaba, lo que mas queremos, la santa Misa”. Otro jovencito declaró públicamente: “Señor padre, sepa que le queremos mucho, porque estos padres nos han enseñado a amar a nuestros enemigos. El día pasado tenía preparado un cuchillo para matar a un compañero hacia el que sentía mucho odio. Pero después de oír al padre explicarnos el Evangelio, fui, compre un helado, y se lo regalé a mi compañero”.
Al salir, un hombrachón que casi infundía miedo por su aspecto patibulario, me dijo: “
Venga a mi casa, tengo algo con que obsequiarle”. Quedé indeciso sin saber si debía aceptar, pero el padre que me acompañaba me dijo: “Acepte, padre, es muy buena gente”. Fui a su casa, que era una casita medio caída, y me hizo sentar en una silla media coja. Así desde yo estaba, se veía la caída del sol. Este hombre me dijo: “¡Señor, vea que lindo!”. Y nos quedamos en silencio durante unos minutos. El sol desapareció. El hombre añadió: “Yo no sabía como agradecer todo lo que ustedes hacen por nosotros. Yo no tengo nada que darle, pero creí que le gustaría ver esta puesta del sol. Le ha gustado ¿verdad? Buenas tardes". Y me dio la mano
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