Ayer se cumplían los 90 años de la Fundación de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde estudie para ser abogado entre los años 1990 a 1994.
Les debo confesar que estudie Derecho no por “vocación sobrenatural” o por ser un “apasionado de las leyes”, sino más bien por insinuación de mis padres, aprovechando la oportunidad que se presentó de estudiar en la Universidad Católica del Perú. Completados los Estudios Generales, en 1990 inicié mis estudios en la Facultad de Derecho. Fue una época de cambios: por una parte el país salía del primer gobierno de Alan García (no necesito recordarles la situación calamitosa que se vivía en ese entonces); el panorama político mundial cambiaba (hacia pocos meses que había caído el Muro de Berlín y Gorbachov implementaba cambios en la Unión Soviética); y la Facultad de Derecho de la Católica dejaba las aulas prefabricadas (que algunos llamaban “el gallinero”) para mudarse a su nuevo pabellón. Fui de los alumnos que estrenamos las nuevas aulas de derecho, cuando faltaba concluir la construcción, y durante el tiempo que estudié allí, vi como crecían y se implementaban los ambientes y aulas de la facultad. Lo único que no pudimos ver concluido fue el Auditorio de Derecho (donde algunos de mis compañeros soñaban con graduarse), y que en 1996 decían que se estaba hundiendo.
Durante el tiempo que estudié Derecho no sólo me forme como Abogado, sino también como persona. Tuve profesores para todos los gustos: exigentes y relajados; interesantes y aburridos; dedicados y flojos; los que respetaban las opiniones ajenas y los que no aceptaban ideas distintas; los que nos motivaban a participar en clase respetando nuestra libertad y silencio, y los que nos obligaban a decir cualquier cosa trabajándonos al susto; los que hablaban con sencillez y aterrizando en la realidad y los que trataban de impresionarnos con doctrinas jurídicas de otros mundos; en otras palabras tuve Maestros y simplemente profesores. Y de entre los primeros menciono a Marcial Rubio, Lorenzo Zolezzi, Francisco Eguiguren, Mario Pasco, Armando Zolezzi, Víctor Prado, Carlos Montoya Anguerry, Jacqueline Otiniano (con quien llevé el curso de Gestión Empresarial en el último semestre de mi carrera y que me ayudó muchísimo en mi formación personal justo cuando iniciaba mi experiencia en los Ejercicios Espirituales en Octubre de 1994)…; podría mencionar mas nombres, pero no quiero extenderme. A los segundos (los simplemente “profesores”) no los menciono, no quiero herir susceptibilidades.
Y sí como hay estilos de enseñar, también hay estilos de aprender, pues también habíamos alumnos para todos los gustos: los que apuntaban hasta el suspiro del profesor y los que se contentaban con un telegrama por cada clase; los que asistían siempre a clases y en primera fila, y los que se “tiraban la pera” sin ningún escrúpulo y nunca salían jalados; los atentos y los dormilones; los que escuchaban en atento silencio y los que discutían por cualquier cosa, aun sin saber de que se trataba; los que leían hasta por gusto y los que lo hacían solo por obligación; los que "metían vicio" y los “seriecitos”; y todo eso con sus respectivos matices y variantes. Yo fui un alumno silencioso, me gustaba escuchar, por eso intervenía muy poco en clase (me resultaban sumamente pesadas las discusiones estériles en las que no se llegaba a ninguna conclusión práctica, como cuando se discutía la naturaleza jurídica del “contrato x” en la moderna doctrina jurídica de Sri Lanka); no solía faltar a clases (a no ser que hubiese un motivo justificado); y no pocas veces me encontré con lecturas en las que vi “muchas palabras y ninguna idea”. Pero, de lo que se quejaban mis profesores era de mi caligrafía: mi jefe de práctica de Derechos Reales me recomendó que comprara un “Cuaderno de Caligrafía Palmer” (de esos que usan los niños de primaria); la Dra. Delia Revoredo me bajó un punto en el examen parcial de Derecho Internacional Privado, y la Dra. Paula Hernández “no sabía si aprobarme o desaprobarme” en el examen porque yo tenía una “letra de pulga”.
Y al hablar de la Facultad de Derecho no puedo dejar de recordar a Filiberto Tarazana, trabajador sencillo y amigable. Era el Conserje de la Facultad, se encargaba de publicar los avisos acerca de algún cambio en la programación de las clases y de devolvernos los exámenes. Bromeaba con todos, sonreía a todos, era amigo de todos. “Fili” no necesitó ser Abogado, tener Maestrías ni Doctorados para ser, en el corazón de los que pasamos por la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, nuestro Maestro y nuestro Decano. Y es que, cuando una persona es sencilla y trabaja con cariño y dedicación, no necesita de títulos ni grados para ocupar los más altos cargos en los corazones de quienes los rodean.
Les dije al comienzo que no soy un Abogado por “vocación sobrenatural” sino que, como dije en mi artículo sobre mis “Diez años de Abogado”, he visto fracasar el derecho; por ello soy un Abogado con los pies bien puestos en la tierra, consciente de que estamos para solucionar problemas y no para complicarlos. Me impactó muchísimo una frase del Dr. Carlos Montoya Anguerry quien, desde su experiencia como Magistrado de la Corte Superior de Lima decía: “El Derecho no está en las Europas ni en las Españas… el Derecho está en el pueblo”; que equivale a decir que el Derecho no está en doctrinas jurídicas de otras realidades, el Derecho está aquí, en la realidad que vivimos todos los días.
Y para eso nos formaron en la Facultad de Derecho de la Católica: para servir aquí y ahora.
Les debo confesar que estudie Derecho no por “vocación sobrenatural” o por ser un “apasionado de las leyes”, sino más bien por insinuación de mis padres, aprovechando la oportunidad que se presentó de estudiar en la Universidad Católica del Perú. Completados los Estudios Generales, en 1990 inicié mis estudios en la Facultad de Derecho. Fue una época de cambios: por una parte el país salía del primer gobierno de Alan García (no necesito recordarles la situación calamitosa que se vivía en ese entonces); el panorama político mundial cambiaba (hacia pocos meses que había caído el Muro de Berlín y Gorbachov implementaba cambios en la Unión Soviética); y la Facultad de Derecho de la Católica dejaba las aulas prefabricadas (que algunos llamaban “el gallinero”) para mudarse a su nuevo pabellón. Fui de los alumnos que estrenamos las nuevas aulas de derecho, cuando faltaba concluir la construcción, y durante el tiempo que estudié allí, vi como crecían y se implementaban los ambientes y aulas de la facultad. Lo único que no pudimos ver concluido fue el Auditorio de Derecho (donde algunos de mis compañeros soñaban con graduarse), y que en 1996 decían que se estaba hundiendo.
Durante el tiempo que estudié Derecho no sólo me forme como Abogado, sino también como persona. Tuve profesores para todos los gustos: exigentes y relajados; interesantes y aburridos; dedicados y flojos; los que respetaban las opiniones ajenas y los que no aceptaban ideas distintas; los que nos motivaban a participar en clase respetando nuestra libertad y silencio, y los que nos obligaban a decir cualquier cosa trabajándonos al susto; los que hablaban con sencillez y aterrizando en la realidad y los que trataban de impresionarnos con doctrinas jurídicas de otros mundos; en otras palabras tuve Maestros y simplemente profesores. Y de entre los primeros menciono a Marcial Rubio, Lorenzo Zolezzi, Francisco Eguiguren, Mario Pasco, Armando Zolezzi, Víctor Prado, Carlos Montoya Anguerry, Jacqueline Otiniano (con quien llevé el curso de Gestión Empresarial en el último semestre de mi carrera y que me ayudó muchísimo en mi formación personal justo cuando iniciaba mi experiencia en los Ejercicios Espirituales en Octubre de 1994)…; podría mencionar mas nombres, pero no quiero extenderme. A los segundos (los simplemente “profesores”) no los menciono, no quiero herir susceptibilidades.
Y sí como hay estilos de enseñar, también hay estilos de aprender, pues también habíamos alumnos para todos los gustos: los que apuntaban hasta el suspiro del profesor y los que se contentaban con un telegrama por cada clase; los que asistían siempre a clases y en primera fila, y los que se “tiraban la pera” sin ningún escrúpulo y nunca salían jalados; los atentos y los dormilones; los que escuchaban en atento silencio y los que discutían por cualquier cosa, aun sin saber de que se trataba; los que leían hasta por gusto y los que lo hacían solo por obligación; los que "metían vicio" y los “seriecitos”; y todo eso con sus respectivos matices y variantes. Yo fui un alumno silencioso, me gustaba escuchar, por eso intervenía muy poco en clase (me resultaban sumamente pesadas las discusiones estériles en las que no se llegaba a ninguna conclusión práctica, como cuando se discutía la naturaleza jurídica del “contrato x” en la moderna doctrina jurídica de Sri Lanka); no solía faltar a clases (a no ser que hubiese un motivo justificado); y no pocas veces me encontré con lecturas en las que vi “muchas palabras y ninguna idea”. Pero, de lo que se quejaban mis profesores era de mi caligrafía: mi jefe de práctica de Derechos Reales me recomendó que comprara un “Cuaderno de Caligrafía Palmer” (de esos que usan los niños de primaria); la Dra. Delia Revoredo me bajó un punto en el examen parcial de Derecho Internacional Privado, y la Dra. Paula Hernández “no sabía si aprobarme o desaprobarme” en el examen porque yo tenía una “letra de pulga”.
Y al hablar de la Facultad de Derecho no puedo dejar de recordar a Filiberto Tarazana, trabajador sencillo y amigable. Era el Conserje de la Facultad, se encargaba de publicar los avisos acerca de algún cambio en la programación de las clases y de devolvernos los exámenes. Bromeaba con todos, sonreía a todos, era amigo de todos. “Fili” no necesitó ser Abogado, tener Maestrías ni Doctorados para ser, en el corazón de los que pasamos por la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, nuestro Maestro y nuestro Decano. Y es que, cuando una persona es sencilla y trabaja con cariño y dedicación, no necesita de títulos ni grados para ocupar los más altos cargos en los corazones de quienes los rodean.
Les dije al comienzo que no soy un Abogado por “vocación sobrenatural” sino que, como dije en mi artículo sobre mis “Diez años de Abogado”, he visto fracasar el derecho; por ello soy un Abogado con los pies bien puestos en la tierra, consciente de que estamos para solucionar problemas y no para complicarlos. Me impactó muchísimo una frase del Dr. Carlos Montoya Anguerry quien, desde su experiencia como Magistrado de la Corte Superior de Lima decía: “El Derecho no está en las Europas ni en las Españas… el Derecho está en el pueblo”; que equivale a decir que el Derecho no está en doctrinas jurídicas de otras realidades, el Derecho está aquí, en la realidad que vivimos todos los días.
Y para eso nos formaron en la Facultad de Derecho de la Católica: para servir aquí y ahora.
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