Llevo mas de 20 años trabajando en la formación de Acólitos y he visto crecer a muchos: aun los recuerdo cuando los conocí pequeños, inquietos, traviesos, palomillas y juguetones, cada cual a su estilo. Muchos de esos niños de ayer ya son profesionales, padres de familia, incluso uno, Adolfo Dominguez, (a quien conocí de acólito cuando tenia 12 años y le enseñaba a manejar un incensario, me hablaba de la inquisición o me decía que me "cuide de la estocada"), esta haciendo estudios de Teología y pronto será sacedote en la Compañía de Jesús.
El tiempo pasa, y en la medida que los niños van creciendo no solo cambian físicamente, sino que también su forma de pensar se transforma; poco a poco dejan de depender de los adultos que alguna vez velamos por ellos (padres, formadores), sino que, después de ver el mundo que los rodea, se hacen independientes y tienen nuevas ideas y prioridades. En el caso de los Acólitos, cuando son niños, vienen con mucha ilusión para servir en el altar, se dan tiempo para todo (yo pienso que es la mejor edad para formarlos bien); pero cuando llegan a los 14 o 15 años, sus prioridades cambian, y adquieren nuevos compromisos y actividades, por ello es difícil encontrar un joven de mas de 15 años interesado en servir como acólito.
A muchos nos gustaría que el tiempo no pase, que se queden con la alegría de cuando son niños, que no creciesen. Y es que, cuando los niños crecen, los jóvenes y adultos de hoy nos hacemos cada vez mas viejos; y eso es más difícil de aceptar.

Nosotros, los que les llevamos unos años de ventaja (de "juventud acumulada" como decía con mucha gracia el H. Alfredo Tarancón, S.J.), testigos de ese proceso, tendremos muchas veces que acompañarlos y apoyarlos para ayudarles a crecer bien; y también tendremos que estar alertas para no caer en la la tentación de quererles imponer nuestro estilo de vida, nuestras ideas, incluso nuestra vocación (por muy santa que sea la intención).
La vida de cada ser humano es única, porque cada persona es única e irrepetible ante Dios.
La vida de cada ser humano es única, porque cada persona es única e irrepetible ante Dios.
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