En estos momentos en que Benedicto
XVI deja Roma, comparto con ustedes este artículo que escribí a los pocos días
de su elección y que fue publicado en el Boletín Parroquial de Desamparados en
mayo del 2005.
En el Boletín
pasado no tuvimos la oportunidad de hacer mención de la elección del Papa
Benedicto XVI, ocurrida el pasado 19 de Abril. Joseph Ratzinger fue la persona
que los Cardenales, delante de Dios, consideraron que era el indicado para
guiar a la Iglesia. Fueron momentos de tensión y de oración, no solo para los
Cardenales, sino para la Iglesia y el mundo entero (fue curioso ver a un
periodista que se declara “ateo” andar muy preocupado por saber quién era y que
hará el nuevo Papa). Al conocer la elección del nuevo Vicario de Cristo
surgieron los comentarios: muchos lo reconocen como un hombre inteligente y
preparado, un gran teólogo, un hombre de Dios, aficionado a la música; pero
otros decían que es un hombre conservador, que con él la Iglesia retrocederá,
que persiguió y condenó a muchos teólogos, e incluso, que luchó al lado de los
nazis en la segunda guerra mundial (gracias a Dios los comentarios negativos se
están esfumando). Sin embargo, desde nuestra mirada de fe, si realmente creemos
que el Espíritu Santo (a quien invocamos durante el Cónclave) ilumina y guía a
la Iglesia y que Jesucristo está con nosotros “todos los días hasta el fin del
mundo” (Mateo 28, 20), podemos reconocer que Dios actúa en la Iglesia y
que, por lo mismo, debemos acoger con cariño y respeto al nuevo Papa.
El Papa, obispo de Roma y
sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible
de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen
Gentium Nº 23). Como Pedro, ha de ser la roca sobre la que se edifica la
Iglesia (Mateo 16,13-19), ha de confirmar la fe de los cristianos y ha de
apacentar al rebaño del Señor (Juan 21, 15-19). La misión del Papa de gobernar,
santificar y enseñar al Pueblo de Dios se hace más difícil en el mundo en el
que vivimos, donde muchos católicos no damos testimonio de nuestra fe, donde
muchos grupos e ideologías religiosas, filosóficas y políticas resultan,
aparentemente, más atractivos que Jesucristo; donde se hace escándalo por los
pecados y defectos de los hijos de la Iglesia.
Quizás por la
herencia cultural que nos han dejado las costumbres medievales y las monarquías
europeas hemos visto al Papa como una especie de “súper monarca” o, como me
dijo una señora en su sencillez, “un segundo Dios”. No es así. El Papa,
pese a la gran responsabilidad que tiene y que, por lo mismo está asistido por
el Espíritu Santo (sobre todo cuando debe enseñar en materia de fe y moral),
sigue siendo un ser humano (con virtudes y defectos), un cristiano como
nosotros, que también puede pecar y que, por lo mismo, recurre al sacramento de
la reconciliación (a la confesión) como cualquiera de nosotros. Los honores que
se le dan, los títulos que tiene el Papa (por ejemplo, llamarlo “Santo Padre”),
son formas con las que expresamos el aprecio y respeto que le tenemos y que le
apoyamos en su trabajo por la Iglesia.
Se ha dicho que
el Papa tiene que afrontar los retos de la Iglesia del siglo XXI. Se han
levantado voces pidiendo que se cambien muchas cosas: que se reforme la Curia
Romana, que se permita el matrimonio a los sacerdotes, que las mujeres puedan
acceder al sacramento del Orden Sacerdotal, que se permita el uso de los
anticonceptivos y del aborto; que la Iglesia admita el divorcio y el matrimonio
de los homosexuales, entre otras cosas. Es verdad que hay cosas que la Iglesia
puede cambiar, para lo cual habrá que examinar y discernir donde está la voz
del Espíritu Santo; pero hay cosas que no se pueden cambiar, porque hacerlo
significaría traicionar el Evangelio. Anunciar a Cristo en esas condiciones se
hace cada vez más difícil y la Iglesia se convierte, al igual que Jesús, en
“signo de contradicción”, en “bandera discutida” y, como en el Evangelio,
muchos dirán que “este modo de hablar es inaceptable” (Juan 6, 61) y acusen a
la Iglesia de ser anticuada, de no acomodarse a los tiempos modernos, de ser
muy rígida en sus dogmas. Sin embargo, si somos fieles a Cristo y a la Iglesia,
frente a esta confusión, podremos responder como Pedro: “¿Señor, a quien
iremos? Tú tienes Palabras de vida eterna” (Juan 6, 70).
El día de la
elección de Benedicto XVI, después de comentar el resultado del Cónclave, entré
al templo y me puse a pensar: “Señor, he hablado con muchos sobre el
nuevo Papa, menos contigo”. ¿Le hablamos a Dios del Papa? ¡Él es el primer
interesado en el Pastor de su pueblo!
Les propongo a
ustedes que oremos por Benedicto XVI y para ello les propongo esta oración
tomada del Misal Romano:
Oh Dios, que
para suceder al Apóstol san Pedro elegiste a tu siervo Benedicto XVI como
Pastor de tu grey, escucha la plegaria de tu pueblo y haz que nuestro Papa,
Vicario de Cristo en la tierra, confirme en la fe a todos los hermanos, y que
toda la Iglesia se mantenga en comunión con él por el vínculo de la unidad, del
amor y de la paz, para que todos encuentren en ti, Pastor de los hombres, la
verdad y la vida eterna. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
¡ADIOS Y GRACIAS,
SANTO PADRE!