jueves, 28 de febrero de 2013

EL PAPA Y LA IGLESIA

En estos momentos en que Benedicto XVI deja Roma, comparto con ustedes este artículo que escribí a los pocos días de su elección y que fue publicado en el Boletín Parroquial de Desamparados en mayo del 2005.

En el Boletín pasado no tuvimos la oportunidad de hacer mención de la elección del Papa Benedicto XVI, ocurrida el pasado 19 de Abril. Joseph Ratzinger fue la persona que los Cardenales, delante de Dios, consideraron que era el indicado para guiar a la Iglesia. Fueron momentos de tensión y de oración, no solo para los Cardenales, sino para la Iglesia y el mundo entero (fue curioso ver a un periodista que se declara “ateo” andar muy preocupado por saber quién era y que hará el nuevo Papa). Al conocer la elección del nuevo Vicario de Cristo surgieron los comentarios: muchos lo reconocen como un hombre inteligente y preparado, un gran teólogo, un hombre de Dios, aficionado a la música; pero otros decían que es un hombre conservador, que con él la Iglesia retrocederá, que persiguió y condenó a muchos teólogos, e incluso, que luchó al lado de los nazis en la segunda guerra mundial (gracias a Dios los comentarios negativos se están esfumando). Sin embargo, desde nuestra mirada de fe, si realmente creemos que el Espíritu Santo (a quien invocamos durante el Cónclave) ilumina y guía a la Iglesia y que Jesucristo está con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20), podemos reconocer  que Dios actúa en la Iglesia y que, por lo mismo, debemos acoger con cariño y respeto al nuevo Papa.
El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium Nº 23). Como Pedro, ha de ser la roca sobre la que se edifica la Iglesia (Mateo 16,13-19), ha de confirmar la fe de los cristianos y ha de apacentar al rebaño del Señor (Juan 21, 15-19). La misión del Papa de gobernar, santificar y enseñar al Pueblo de Dios se hace más difícil en el mundo en el que vivimos, donde muchos católicos no damos testimonio de nuestra fe, donde muchos grupos e ideologías religiosas, filosóficas y políticas resultan, aparentemente, más atractivos que Jesucristo; donde se hace escándalo por los pecados y defectos de los hijos de la Iglesia.
Quizás por la herencia cultural que nos han dejado las costumbres medievales y las monarquías europeas hemos visto al Papa como una especie de “súper monarca” o, como me dijo una señora en su sencillez, “un segundo Dios”. No es así. El Papa, pese a la gran responsabilidad que tiene y que, por lo mismo está asistido por el Espíritu Santo (sobre todo cuando debe enseñar en materia de fe y moral), sigue siendo un ser humano (con virtudes y defectos), un cristiano como nosotros, que también puede pecar y que, por lo mismo, recurre al sacramento de la reconciliación (a la confesión) como cualquiera de nosotros. Los honores que se le dan, los títulos que tiene el Papa (por ejemplo, llamarlo “Santo Padre”), son formas con las que expresamos el aprecio y respeto que le tenemos y que le apoyamos en su trabajo por la  Iglesia.
Se ha dicho que el Papa tiene que afrontar los retos de la Iglesia del siglo XXI. Se han levantado voces pidiendo que se cambien muchas cosas: que se reforme la Curia Romana, que se permita el matrimonio a los sacerdotes, que las mujeres puedan acceder al sacramento del Orden Sacerdotal, que se permita el uso de los anticonceptivos y del aborto; que la Iglesia admita el divorcio y el matrimonio de los homosexuales, entre otras cosas. Es verdad que hay cosas que la Iglesia puede cambiar, para lo cual habrá que examinar y discernir donde está la voz del Espíritu Santo; pero hay cosas que no se pueden cambiar, porque hacerlo significaría traicionar el Evangelio. Anunciar a Cristo en esas condiciones se hace cada vez más difícil y la Iglesia se convierte, al igual que Jesús, en “signo de contradicción”, en “bandera discutida” y, como en el Evangelio, muchos dirán que “este modo de hablar es inaceptable” (Juan 6, 61) y acusen a la Iglesia de ser anticuada, de no acomodarse a los tiempos modernos, de ser muy rígida en sus dogmas. Sin embargo, si somos fieles a Cristo y a la Iglesia, frente a esta confusión, podremos responder como Pedro: “¿Señor, a quien iremos? Tú tienes Palabras de vida eterna” (Juan 6, 70).
El día de la elección de Benedicto XVI, después de comentar el resultado del Cónclave, entré al templo y me puse a pensar: “Señor, he hablado con muchos sobre el nuevo Papa, menos contigo”. ¿Le hablamos a Dios del Papa? ¡Él es el primer interesado en el Pastor de su pueblo!
Les propongo a ustedes que oremos por Benedicto XVI y para ello les propongo esta oración tomada del Misal Romano:
Oh Dios, que para suceder al Apóstol san Pedro elegiste a tu siervo Benedicto XVI como Pastor de tu grey, escucha la plegaria de tu pueblo y haz que nuestro Papa, Vicario de Cristo en la tierra, confirme en la fe a todos los hermanos, y que toda la Iglesia se mantenga en comunión con él por el vínculo de la unidad, del amor y de la paz, para que todos encuentren en ti, Pastor de los hombres, la verdad y la vida eterna. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

¡ADIOS Y GRACIAS, SANTO PADRE!

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