sábado, 1 de noviembre de 2008

LOS MOTIVOS DEL LOBO

Cuando hace 24 años estudiaba Oratoria en el Museo de Arte de Lima escuché por primera vez el poema de Rubén Darío “Los motivos del lobo”, basado en las “Florecillas de San Francisco” en donde se cuenta como el santo amansó al Lobo de Gubbio. A diferencia de las “Florecillas”, en el poema de Darío el lobo cambia su forma de vivir solo por un tiempo y después, lleno de resentimiento, vuelve a su antigua vida en el bosque. Y tiene sus motivos para ello. Les invito a leer las “Florecillas” y el poema de Darío en http://www.franciscanos.org/sfa/gubbio.html
Hace tres meses estuve haciendo los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola bajo la dirección del Centro de Espiritualidad Ignaciana. Ha sido una experiencia fascinante, yo lo veía como un “Viaje al corazón de Cristo”. Después de la introducción que se llama “Principio y Fundamento”, la primera parte de los ejercicios es la meditación del pecado en el mundo y en cada uno de nosotros. Al tocar este punto reflexionábamos como muchas veces el pecado, tanto a nivel social como individual, es producido como consecuencia del mal que otros o también nosotros mismos hemos provocado anteriormente, repitiéndose la cadena del mal. Por ejemplo, a nivel social lo podemos comprobar cuando vemos que en la década del 80 y 90 el terrorismo que asoló nuestro país fue provocado por tantas situaciones de injusticia y de olvido de muchos habitantes del ande peruano; como la destrucción de la familia (madres solteras, aborto, divorcio) es producto del egoísmo y del mal ejemplo de nuestra sociedad. Y a nivel personal, si hacemos un serio examen de conciencia, podemos comprobar como las heridas del pecado ajeno o propio nos hacen caer en el mal.
Cuando constatamos el pecado ajeno, nuestra reacción es pretender que el otro cambie de conducta; es más, queremos que el cambio y la conversión sea marca “Acme” (Recuerden los dibujos animados del “Correcaminos" donde el Coyote sacaba un objeto que, con solo un botón debería funcionar a la perfección, pero que casi siempre terminaba fallando). Y si el cambio o la conversión no es rápida, a “nuestro estilo” o con nuestros criterios, nos desesperamos, perdemos la paciencia y, en no pocas ocasiones, empujamos al pecador a abandonar el camino correcto, en lugar de ayudarle a enderezarlo. Insisto, si el hombre se equivoca, peca y actúa mal no es porque sea malo, sino porque muchas veces es consecuencia de las heridas, experiencias y traumas que arrastra a lo largo de su vida. ¿No son estos los motivos del lobo?
Sin embargo, creo necesario hacer dos aclaraciones:
1º Que, al afirmar lo que he escrito no pretendo justificar el error, el mal, ni el pecado; sino entender a la persona que se equivoca, mas allá de sus caídas y pecados. Si queremos combatir el mal y el pecado en el mundo y en el hombre hay que ver cuales son sus causas mas profundas, de lo contrario el cambio de conducta solo será superficial, y existirán muchas posibilidades de volver a caer.
2º Que no pretendo reducir el problema del mal y del pecado a un asunto meramente psicológico, como si sólo se tratara de eso. La conversión y el cambio de vida, como dijo el Papa Benedicto XVI, se produce al encontrarnos con Jesús Resucitado. Y es bueno recordar que Jesús sale al encuentro de la persona en su totalidad, con toda su historia, sus pecados, sus traumas y problemas; que El sana nuestras heridas, y nos ayuda a superar nuestras dificultades, y así nos resucita de nuestras situaciones de muerte, que son precisamente las que ocasionan el mal.
Que pertinentes resultan las palabras de Jesús cuando en la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-30) nos presenta las actitudes de los trabajadores que quieren arrancar la cizaña y la respuesta del dueño del campo “No, dejen crecer la cizaña junto al trigo, ya llegará el momento de cortarla y quemarla”. No nos apuremos, a veces por querer destruir el mal destruimos también el bien que hay en el hombre y al hombre mismo, tratemos de entender sus motivos, de salvar la proposición del prójimo; no lo empujemos a abandonar el camino de Dios. Y junto con esto me resuena en el corazón la parábola de la semilla (Marcos 4, 26-34), Dios actúa la conversión de la persona silenciosamente, sin que lo notemos, de día de noche, en el momento menos pensado veremos que ha echado raíces, sale la planta y produce fruto.
Dios apuesta por nosotros, con nuestras limitaciones y pecados, tiene paciencia con nosotros, nos comprende y nos conoce porque nos ha creado y sabe que si vamos sembrando su Evangelio en el hermano, con el mismo Corazón de su Hijo Jesucristo, tarde o temprano dará frutos de santidad.

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