Aunque ya no estoy en una parroquia jesuita, no puedo olvidar que el 5 de Noviembre se celebra la Fiesta de Todos los Santos y Beatos de la Compañía de Jesús. La rúbrica que está en la Liturgia de las Horas propio de los jesuitas dice lo siguiente:
“Por analogía con la antigua tradición de la Iglesia, que en la solemnidad de Todos los Santos, celebra a todos los que están con Cristo en la gloria, en esta fiesta celebramos no sólo a aquellos de nuestros hermanos a quienes se ha concedido el honor de los altares, sino también a otros innumerables que han trabajado con Cristo por la salvación de las almas y que, habiéndole seguido en la pena, le han seguido también en la gloria (Cf. Ejercicios Espirituales Nº 95).”
He conocido la vida de varios santos y beatos de la Compañía de Jesús, algunos con más detalle que otros: Ignacio de Loyola, el fundador; Francisco Javier, el misionero; Francisco de Borja, quien después de enviudar renunció al Ducado de Gandía para entrar a la Compañía de Jesús; los tres patronos de la juventud: Luis Gonzaga (quien murió siendo estudiante contagiado por la peste); Estanislao de Kostka (patrono de los novicios); y Juan Berchmans (patrono de los estudiantes jesuitas); Pedro Claver, el "esclavo de los esclavos" en Cartagena de Indias; Claudio La Colombiere, confesor de Santa Margarita María de Alacoque y difusor de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús; el hermano Alonso Rodríguez, que se santificó como portero del Colegio de Palma de Mallorca; Alberto Hurtado, fundador del "Hogar de Cristo" en Chile; el Beato Miguel Agustín Pro, mártir en Méjico durante la “Guerra Cristera” en 1927; por citar a los que más recuerdo.
Entre los que aún no han alcanzado el honor de los altares no puedo dejar de citar al P. Francisco Del Castillo, el Apóstol de Lima, quien en la antigua iglesia de los Desamparados estaba al servicio de los esclavos, y ante el Santo Cristo de la Agonía (que conservamos en la Parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados y San José en Breña junto con la imagen de la Virgen de esta advocación) dio comienzo a la meditación de las Siete Palabras de Cristo en la Cruz que se tiene el Viernes Santo en los templos y que más tarde se convirtió en el tradicional “Sermón de las tres horas”, difundido en el mundo; no en vano el Papa Juan Pablo II en su visita al Perú en 1985 lo propuso como modelo de sacerdote. Y también quiero mencionar al P. Pedro Arrupe, General de los Jesuitas desde 1965 hasta 1983, testigo de la bomba atómica que asoló Hiroshima en 1945, a quien le tocó guiar a la Compañía en los años posteriores al Concilio Vaticano II, "amigo fuerte de Dios" e "hijo de la Iglesia, a quien le duelen las debilidades de su madre (la Iglesia), pero no menos las críticas de quienes, -siendo de hecho, y diciéndose hijos suyos-, la mira y la maltratan como realidad ajena. Y sale siempre, inmediatamente, al paso de ambas", como lo diría el P. Ignacio Iglesias; un hombre al que quizás muchos ajenos a la Compañía no entienden, pero que les puedo asegurar (y así lo demuestran su vida y sus palabras) que era fiel a la Iglesia y al Papa.
Y entre los jesuitas fallecidos que han seguido a Jesús en la pena y después en la gloria, quiero recordar a los que yo conocí: el P. Antonio Alonso, hombre sencillo, confesor en Desamparados, que se preparaba para la Misa con mucho recogimiento; el P. César Toledo, jesuita sabio, confesor en el templo, buen guía espiritual; el P. Pedro Gassó, amigo de los niños, formador de acólitos, que nos ganaba con su simpatía, y que se sentía orgulloso de que lo llamen “jesuita” es decir “de Jesús”; el P. Ubaldo Ramos, fallecido de cáncer a los 46 años, de carácter alegre, comprensivo y bromista, quien me dirigió en los Ejercicios Espirituales en 1996; el H. Juan Retuerta, fallecido hace un mes en España, a quien recuerdo rezando el Rosario en Desamparados; el P. José Ridruejo, Provincial en España y en el Perú, confesor en San Pedro; el P. Pablo Urrunaga, quien me bautizó, amigo de los niños en la Parroquia de Santo Toribio; el P. César Regueras, mi primer Director Espiritual y por quien comencé a asistir a Desamparados, que me enseñó a gustar del canto gregoriano; el P. Manuel Marzal, hombre sabio y sencillo, catedrático universitario y trabajador en la viña del Señor hasta el final, atendiendo confesiones y celebrando Misa en Desamparados a pesar del cáncer que lo estaba consumiendo.
Podría citar incluso nombres de jesuitas que aun viven y cuya santidad de vida lo notan todos aquellos que los conocen, pero no lo hago para no herir susceptibilidades; pero, sepa usted mi amable lector, que a pesar de las dificultades que hay en la Iglesia y en el mundo, hay santos, y no son pocos, en la Compañía de Jesús del siglo XXI.
Y es que para ellos “ser santos” no es una palabra que se repita en un discurso o en una homilía; “ser santo” es su forma de vivir, sin grandes aspavientos, con mucha sencillez y humildad, con el corazón puesto en Jesucristo para amarle y seguirle, con el corazón en los hermanos para llevarlos al encuentro con Dios, apreciando sus valores, comprendiendo sus debilidades, ayudándoles a superarse, respetando su libertad; con amor y fidelidad a la Iglesia y al Papa. Y esto nos interpela, nos cuestiona y nos hace ver que muchos de nosotros (y yo me incluyo allí) estamos lejos de la santidad, pero que si ponemos el corazón en Dios y somos fieles a la Iglesia y al Papa (como lo enseñó San Ignacio de Loyola) seremos santos, no como ellos, sino más que ellos: como Jesús. Él es nuestra meta.
“Por analogía con la antigua tradición de la Iglesia, que en la solemnidad de Todos los Santos, celebra a todos los que están con Cristo en la gloria, en esta fiesta celebramos no sólo a aquellos de nuestros hermanos a quienes se ha concedido el honor de los altares, sino también a otros innumerables que han trabajado con Cristo por la salvación de las almas y que, habiéndole seguido en la pena, le han seguido también en la gloria (Cf. Ejercicios Espirituales Nº 95).”
He conocido la vida de varios santos y beatos de la Compañía de Jesús, algunos con más detalle que otros: Ignacio de Loyola, el fundador; Francisco Javier, el misionero; Francisco de Borja, quien después de enviudar renunció al Ducado de Gandía para entrar a la Compañía de Jesús; los tres patronos de la juventud: Luis Gonzaga (quien murió siendo estudiante contagiado por la peste); Estanislao de Kostka (patrono de los novicios); y Juan Berchmans (patrono de los estudiantes jesuitas); Pedro Claver, el "esclavo de los esclavos" en Cartagena de Indias; Claudio La Colombiere, confesor de Santa Margarita María de Alacoque y difusor de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús; el hermano Alonso Rodríguez, que se santificó como portero del Colegio de Palma de Mallorca; Alberto Hurtado, fundador del "Hogar de Cristo" en Chile; el Beato Miguel Agustín Pro, mártir en Méjico durante la “Guerra Cristera” en 1927; por citar a los que más recuerdo.
Entre los que aún no han alcanzado el honor de los altares no puedo dejar de citar al P. Francisco Del Castillo, el Apóstol de Lima, quien en la antigua iglesia de los Desamparados estaba al servicio de los esclavos, y ante el Santo Cristo de la Agonía (que conservamos en la Parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados y San José en Breña junto con la imagen de la Virgen de esta advocación) dio comienzo a la meditación de las Siete Palabras de Cristo en la Cruz que se tiene el Viernes Santo en los templos y que más tarde se convirtió en el tradicional “Sermón de las tres horas”, difundido en el mundo; no en vano el Papa Juan Pablo II en su visita al Perú en 1985 lo propuso como modelo de sacerdote. Y también quiero mencionar al P. Pedro Arrupe, General de los Jesuitas desde 1965 hasta 1983, testigo de la bomba atómica que asoló Hiroshima en 1945, a quien le tocó guiar a la Compañía en los años posteriores al Concilio Vaticano II, "amigo fuerte de Dios" e "hijo de la Iglesia, a quien le duelen las debilidades de su madre (la Iglesia), pero no menos las críticas de quienes, -siendo de hecho, y diciéndose hijos suyos-, la mira y la maltratan como realidad ajena. Y sale siempre, inmediatamente, al paso de ambas", como lo diría el P. Ignacio Iglesias; un hombre al que quizás muchos ajenos a la Compañía no entienden, pero que les puedo asegurar (y así lo demuestran su vida y sus palabras) que era fiel a la Iglesia y al Papa.
Y entre los jesuitas fallecidos que han seguido a Jesús en la pena y después en la gloria, quiero recordar a los que yo conocí: el P. Antonio Alonso, hombre sencillo, confesor en Desamparados, que se preparaba para la Misa con mucho recogimiento; el P. César Toledo, jesuita sabio, confesor en el templo, buen guía espiritual; el P. Pedro Gassó, amigo de los niños, formador de acólitos, que nos ganaba con su simpatía, y que se sentía orgulloso de que lo llamen “jesuita” es decir “de Jesús”; el P. Ubaldo Ramos, fallecido de cáncer a los 46 años, de carácter alegre, comprensivo y bromista, quien me dirigió en los Ejercicios Espirituales en 1996; el H. Juan Retuerta, fallecido hace un mes en España, a quien recuerdo rezando el Rosario en Desamparados; el P. José Ridruejo, Provincial en España y en el Perú, confesor en San Pedro; el P. Pablo Urrunaga, quien me bautizó, amigo de los niños en la Parroquia de Santo Toribio; el P. César Regueras, mi primer Director Espiritual y por quien comencé a asistir a Desamparados, que me enseñó a gustar del canto gregoriano; el P. Manuel Marzal, hombre sabio y sencillo, catedrático universitario y trabajador en la viña del Señor hasta el final, atendiendo confesiones y celebrando Misa en Desamparados a pesar del cáncer que lo estaba consumiendo.
Podría citar incluso nombres de jesuitas que aun viven y cuya santidad de vida lo notan todos aquellos que los conocen, pero no lo hago para no herir susceptibilidades; pero, sepa usted mi amable lector, que a pesar de las dificultades que hay en la Iglesia y en el mundo, hay santos, y no son pocos, en la Compañía de Jesús del siglo XXI.
Y es que para ellos “ser santos” no es una palabra que se repita en un discurso o en una homilía; “ser santo” es su forma de vivir, sin grandes aspavientos, con mucha sencillez y humildad, con el corazón puesto en Jesucristo para amarle y seguirle, con el corazón en los hermanos para llevarlos al encuentro con Dios, apreciando sus valores, comprendiendo sus debilidades, ayudándoles a superarse, respetando su libertad; con amor y fidelidad a la Iglesia y al Papa. Y esto nos interpela, nos cuestiona y nos hace ver que muchos de nosotros (y yo me incluyo allí) estamos lejos de la santidad, pero que si ponemos el corazón en Dios y somos fieles a la Iglesia y al Papa (como lo enseñó San Ignacio de Loyola) seremos santos, no como ellos, sino más que ellos: como Jesús. Él es nuestra meta.
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