"En Jesús Ignacio de Loyola
Descubriste a tu Señor
y les diste servidores
fieles al servicio del amor".
(Antonio Massana, S.J.)
Desde que era un niño he estado vinculado a la Compañía de Jesús: me bautizó el P. Pablo Urrunaga, S.J. en la Parroquia de Santo Toribio, atendida entonces por los jesuitas; mi mamá me llevaba a rezar, a la parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados de Breña, donde hice mi Primera Comunión en 1979 y mi Confirmación en 1986. Sin embargo, mi primer contacto formal con ellos fue en 1982 cuando el P. César Regueras, (un sacerdote a quien le gustaba la liturgia y el latín, y por quien comencé a cantar y gustar el canto gregoriano) me abrió las puertas de la parroquia, convirtiéndose en mi primer Director Espiritual. Conversé mucho con él y fue por él que comencé a asistir con regularidad a Desamparados. Del P. Reguras tengo un bello recuerdo, ya que él fue quien me confesó la víspera de mi Primera Comunión y el me hizo llevar las ofrendas en la Misa de Primera Comunión (recuerdo incluso qué vinajeras fueron).
Recuerdo a los demás padres de esos años: El P. Enrique Monteverde, era el Párroco, alto, serio, inspiraba mucho respeto, fue párroco 20 años, y aunque los últimos meses la salud ya le traicionaba, él siguió trabajando allí hasta el mismo día de su muerte; el P. César Toledo, un cura mayor, alto gordo, muy preparado, a quien no se le escapaba ningún detalle a la hora de confesar, siempre con las cosas claras; el P. Antonio Alonso, muy sencillo, escribiendo sus libritos y catecismos, un hombre que para celebrar la Misa salía recogido a la sacristía; al P. Carlos Murtaugh un hombre muy sencillo, sin grandes discursos, al servicio del pueblo en el confesionario, al lado de los enfermos, acompañando en los velorios, y visitando las casas que se lo pedían, si algún agente de pastoral se enfermaba él se hacía presente con los sacramentos (recuerdo que cuando me operaron de apendicitis el fue al hospital a llevarme la Comunión); el P. Jorge Forno, Director del colegio “San Francisco Javier”, de carácter fuerte (había sido capellán militar), inspiraba respeto y en el confesionario era muy claro, casi como el P. Toledo, lo recuerdo en el confesionario, recogido en la Misa, llevando los sacramentos a los enfermos; Mons. Pedro Barreto Arzobispo de Huancayo, trabajando al lado de los jóvenes, lo recuerdo ameno en el confesionario y sus homilías siempre me cuestionaban; el Hno. Juan Retuerta a quien solo conocí de vista, pero lo recuerdo rezando el Rosario en la iglesia, el Hno. Amador Ruiz, hombre sencillo, de pueblo, trabajador.
El tiempo hizo que algunos se queden y otros lleguen a Desamparados: el P. Guillermo Villalobos, que fue mi Director espiritual, amigo de la música; el P. Modesto García Madariaga, hombre servicial, sencillo, cantaba bien, aunque la salud no le ayudó mucho; el P. Manuel Marzal, Antropólogo, con un estilo muy pausado de hablar y muy claro en sus exposiciones sobre sectas y religiosidad popular, nunca olvidaré que estuvo sirviendo en la parroquia hasta un mes antes de su muerte, trabajando hasta el final; el P. Roberto Beckman, un hombre muy espiritual, sencillo, asesor de religiosas y director de ejercicios espirituales; el Hno. Alfredo Tarancón, hombre sencillo, de oración y de trabajo; el P. José Sancho, confesor en el templo, Asesor espiritual de la Pastoral familiar y de mucha gente; el P. Jorge Crooke, párroco seis años, de carácter fuerte, amigo de los niños y los jóvenes, con quien iniciamos y consolidamos el Centro de Conciliación; el P. José Francisco Navarro, artista, que me abrió mas ampliamente las puertas del arte, de la música de Bach y del conocimiento de mi mismo; el P. Enrique Rodríguez, el último párroco jesuita de Desamparados, que en un año se hizo querer por todos, amigo de la liturgia, la música y el arte, amigo de los acólitos.
Y recuerdo a otros que no vivieron en esta casa pero que ayudaron aquí: el P. Benjamín Fernández Dávila, jesuita anciano, padre espiritual del grupo de Acólitos, hombre alegre, con el corazón puesto en Dios, sencillo aun con sus doctorados y haber sido rector en la Universidad de Piura; el P. Kevin Flaherty, confesor en el templo, ayudando con las Misas, atendiendo a la gente; el P. Manuel Díaz Mateos, biblista, que en sus homilías nos hacía ver que la Palabra de Dios no es cosa del pasado, a quien, junto a Kike Castro en una Jornada les escuché por primera vez, con el corazón, que Dios nos amaba sin condiciones y al 100% siempre.
De la Compañía de Jesús he aprendido mucho. Les debo muchísimo, me enseñaron no solo cuestiones pastorales y litúrgicas, sino que me enseñaron, dentro de la dinámica de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola que Dios cree, confía y apuesta por nosotros, aun con nuestras limitaciones, defectos y también con nuestros puntos fuertes. Y me le grabaron en el corazón. Y no solo me lo enseñaron con palabras, y dejándome a solas con Dios, sino que lo remacharon dándome responsabilidades. Yo no he merecido tanta confianza, pero fueron conmigo muy generosos; y si ellos los Compañeros de Jesús lo fueron conmigo, tengo la certeza de que es una muestra de la misericordia y el cariño que Dios me y nos ha regalado porque, como dije Dios cree y confía en nosotros.
Escribo estas líneas con el corazón emocionado, y recordando no solo a los jesuitas que he conocido en Desamparados, sino a otros a quienes el Señor me dado el inmenso regalo de conocer en diversos lugares: a Mons. José María Izuzquiza, confesor en la iglesia de San Pedro, obispo emérito de Jaén, santo, comprensivo y amable; al P. Ignacio Muguiro, el hombre que me enseñó a amar y ser amigazo de Jesucristo hasta con los tuétanos; al P. Javier Uriarte (que me decía, por fastidiar, "Monseñor"), a los PP. Kike Castro, Alberto Lázaro, y Fernando Jiménez Figueruela, que me han acompañado, alentado y jalado las orejas en ejercicios espirituales; al P. José Piedra a quien “le di una manito” en la liturgia, y a tantos jesuitas que me han soportado en el confesionario.
Hoy la Compañía de Jesús no está en Desamparados, pero me toca trabajar por “la mayor gloria de Dios” junto al clero diocesano de Lima; “amar y servir a su Divina majestad” por encima de carismas y personas, porque eso nos pide San Ignacio “sentir con la Iglesia” y ·sentirnos Iglesia”.
Agradeciendo “tanto bien recibido” de los jesuitas debo decirles que conocer a San Ignacio de Loyola y a los jesuitas ha sido uno de los mayores regalos que he recibido. Y por favor, cuando digo regalos, no digo premios (como si hubiera tenido que hacer algo para merecer lo que recibí de ellos), ni tampoco comercio o trueque (como si tuviese que dar algo a cambio); digo regalos, porque es algo gratuito, que recibí porque Dios me lo quiso dar, con gran cariño, generosidad, solo porque es bueno conmigo y no espera que yo sea santo o perfecto para que el sea bueno conmigo.